Voy a compartir un secreto.

Tengo tres niños y por sus edades, en estos momentos están cada uno en un colegio distinto. Mi marido viaja bastante, así que desde las 6:30am hasta las 8:30am estoy en ruta. Todos los días me levanto temprano, menos «este día», que, por alguna misteriosa razón, me tocaba pasar «por esta experiencia».

El mayor de los niños está en «High School».

El segundo en «Middle school».

La tercera en «Elementary school».

El día «D» que nos ocupa, primero dejé al mayor en el instituto mientras los otros dos se acababan de arreglar. Entonces llego a casa y recojo a la pequeña, que entra antes que el mediano. Cuando accedo a la carretera principal, me doy cuenta de que hay un tráfico tremendo y que no me va a dar tiempo a ir y venir y llegar a tiempo al «Middle school». Tomo la decisión rápida. Doy la vuelta y decido recoger al segundo para que no llegue tarde, asumiendo la responsabilidad de que la peque, aunque vaya de mamá «fitipaldi», igual no llega antes de que suene la campana.

Normalmente, como os decía, soy madrugadora. Me ducho, me preparo un café y empiezo el día con alegría. Menos «este día», que me dormí y solo me dio tiempo a ponerme encima unos pantalones de chándal (sudadera), un suéter gris «con bolitas» del uso y des-uso, de «Coronel Tapioca» que cualquiera podría decir a simple vista que tiene unos 150 años, y que no ha pasado a mejor vida porque me recuerda a mi padre. Como zapatos, unas hermosas zapatillas, que podríamos decir que cumplen el doble papel de casa/calle. Llevo el pelo más bien corto y como había usado un poco de «gel» el día anterior, al levantarme me queda una cresta vertical, dura e imposible de «planchar», cual gallo pelón. Con las prisas, no cogí ni un gorro.

Volvemos a la ruta. Llegamos a tiempo al Middle school (yupiiiii!) e inicio la trayectoria hacia el cole de la niña. Os lo digo, fue uno de esos días en los que todos los coches de la ciudad decidieron acompañarnos en comitiva delante nuestro y «cortejarnos» hasta el colegio. ¡No me lo podía creer!

Efectivamente, llegamos tarde. Bastante tarde. Eso quiere decir que: tuve que bajarme del coche para registrar la hora de llegada en la oficina y acompañar a la niña hasta su clase. Yo, que no soy excesivamente presumida, me miré al espejo, y sin mucha esperanza de «posible arreglo», me pinté los labios rojos. Salimos del coche y reconozco que fue una de esas situaciones en las que una se vuelve «religiosa». Por favor, por favor, que no me encuentre a nadie con estas pintas de «pintor de brocha gorda»…. Llego a la oficina y la secretaria afortunadamente está ocupada y me mira por encima (¡bien!) … escribo el nombre de la niña, el nombre de la madre, el nombre de la profesora y la hora de llegada a la velocidad de la luz.

Salimos de la oficina y cooooooorrooooo hasta la clase. ¡Estupendo!  prueba superada! le doy un beso/empujón a mi amada hija para que entre rápido al aula y yo salir pitando hacia mi coche. En el preciso momento que abre la puerta de acceso, suena la campana de cambio de clases/aulas. No daba crédito a mis ojos. ¡Un centenar de niños empiezan a desfilar delante mío!

Buenos días Sra. Luisa… (en realidad, me conocen por el apellido de mi marido), me dice una amable vocecilla. Oh… buenos días cielo, le respondo…

Y de nuevo… ¡Hola, buenos días!… tan y tan amables estas criaturas…

Todo el dichoso campus se llenó de niños en menos de 20 segundos, como si hubiera sonado la alarma contraincendios…

Bajé la cabeza, con la cresta al frente y paso firme, salí disparada hacia mi escondite con ruedas…

No se puede evitar lo inevitable. Pero si podemos decidir qué hacer con la situación. Mejor barnizarla de humor. Cuando entré en el coche, me dio un pseudo-ataque de risa y pensé: se lo voy a contar a mi querida Constelación… pero que no salga de aquí, ¿eh?

Un brindis por todos los voluntarios del mundo. Por su entrega desinteresada y su gran corazón.

A quien cumpla años en diciembre, ¡muchas felicidades!

Un abrazo verde y rojo,

Luisa