Hola amigas del mundo,

Hoy, he invitado a un viejo amigo del instituto (High School) a escribir el relato semanal. Después de 37 años, nos hemos reencontrado con los compis del «insti». Éramos 67, como el año que nacimos… ¿Casualidad?

Un caudaloso río de emociones nos ha embargado, una adictiva sensación de querer repetir se ha apoderado de todos nosotros… ¡La magia existe!

Os dejo con Ángel, él os contará… Ángel, infinitas gracias.

Luisa

El reencuentro

Acomodé en mi maleta algo de ropa, unas zapatillas de deporte, y un billete de ida. Una caja de ilusión, una carpeta con bellos recuerdos y una bolsa repleta de inocencia completaron el equipaje.

Mi destino: 37 años atrás.

Todo estaba preparado. Yo, con 50 años recién cumplidos, estaba preparado. Cerré la puerta de casa tras de mí y comencé a caminar. El reencuentro con mis compañer@s de instituto, a los que no había visto desde la infancia, era el plan de viaje.

En el trayecto a la estación pasé por delante de un escaparate y vi mi propia imagen reflejada con nitidez en el cristal. Era yo, no cabía la menor duda, pero ya no arrastraba mi maleta de viaje. En su lugar llevaba a la espalda una mochila llena de libros, vestía unos pantalones cortos de cuadros y tenía 14 años. Mi corazón palpitaba cada vez más deprisa, como el de un caballo desbocado por la pradera rumbo a la nostalgia.

El tren salió puntual. Horas más tarde llegué al restaurante donde se había convocado la cita. Emocionado, no pude deshacer el nudo de mi garganta, ni evitar la humedad en mis ojos. Un paquete de pañuelos de papel en el bolsillo fue mi fiel compañero, a todas luces insuficiente para tanta agitación.

Más de 60 personas acudieron al reencuentro. Abrazos, besos, risas, anécdotas, conversaciones recuperadas, bailes especiales, y lágrimas… La mesa donde cenamos se transformó un inmenso pupitre y nosotros, en los alumnos de aquel viejo y entrañable instituto del año 1981. Incluso percibí el tacto de un chicle de fresa debajo de mi silla, el mismo que adherí decenas de veces en clase para evitar que lo descubriera mi profesora de francés.

Miré a mi alrededor y no había pasado el tiempo para nadie. La inocencia y la verdad se apoderó de todos nosotros, y se hizo visible en nuestros cuerpos y en nuestros rostros.

En ese momento me di cuenta que, a pesar de la barrera del tiempo o de la distancia, la amistad permanecería. Pueden pasar años o que nos separen miles de kilómetros, pero ahora sé que esa conexión será inmortal.

Este reencuentro nos enseñó a todos, sin excepción, que un adulto no es más que un niño en un envase un poco más grande. Sólo bastan pequeños detalles como el de esa mágica noche para que recordemos quienes somos en realidad. Hace falta soñar, soñar, y soñar siempre.