Os cuento una historia cotidiana que seguro que os ha pasado a más de una.

A veces, el día a día nos premia con pequeños momentos placenteros. Por ejemplo, ir a la peluquería, esa experiencia tan tuya, sin interrupciones laborales o familiares. Solo tú, siendo la reina del salón.

¿Le apetece un café, té o agua?, te pregunta una amable voz. Sí gracias, un vinito estaría bien, contesta tu inconsciente… y empieza la vivencia…

Durante el lavado, postura cabezal que nos puede gustar o incomodar más o menos, yo soy de las que sufre un poco, la verdad. En teoría han perfeccionado muchísimo el diseño del reposa cabezas, pero tengo una mezcla de sentimientos. Las manos del profesional masajeando tu cuero cabelludo en combinación con la perfecta temperatura del agua, el Nirvana. Entonces, de repente, los dedos bien adiestrados del “ángel”, presionan más, para drenar todas las ideas que te pasan por la mente con el consecuente empujón de tu cuello contra el bendito soporte. ¿Está cómoda? Preguntan, sin recordar que en algún momento de sus vidas han estado sentados en el «banquillo del placentero suplicio». Una, levanta las piernas cruzadas “estilo Lina Morgan”, y por cortesía, contesta con un escueto: si gracias, deseando que se acabe pronto el estupendo tratamiento de lavado/hidratación con acondicionador de frambuesas orgánicas cosechadas en las montañas donde Heidi y Pedro fueron tan felices.

Acaba ese episodio y te reconforta el magnífico olor que siempre hace el champú de la peluquería. Te acompañan y acomodan en otra silla frente al espejo. Peinan, desenredan y proceden al corte o peinado. Otro momento magistral, en el que tu única preocupación es decidir qué revista elegir. ¿Moda? ¿últimas tendencias en cortes? ¿decoración? ¿prensa rosa? o ¿me actualizo con los mil quinientos mensajes de WhatsApp sin contestar?… En cualquier caso, uno vuelve a desconectar del mundo mientras las mágicas manos del estilista manipulan y reorganizan mechones para trabajar tu melena de sur a norte. Y justo en ese momento, cuando sujetan o separan con la pinza un grupito de cabellos para ser atendidos personalmente, se produce el despertar de tu Edén particular. Uno, solo hace falta un dichoso cabellito para que el tirón convierta tus lindos ojos en la viva imagen ojiplática de los minions.

El final del capítulo resulta sensacional. Te retiran el poncho de plástico (cuyo velcro empezaba a asfixiarte un poco), hueles bien, te ves mona (o mono) y te cortejan hasta la entrada donde la ministra de economía del salón, te comunica que todo en la vida tiene un precio. Tú, eso ya lo sabías. De lo que no tenías ni idea era de que el acondicionador de frambuesas, que no habías solicitado, valía más que los estupendos zapatos que llevas puestos. ¡Ah!  pero eran orgánicas… te consuelas pensando…

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado 🙂

Un abrazo trenzado,

Luisa

 

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